
Pero esa mañana sintió algo diferente, algo especial. Tomó el mismo tren de todos los días y, entre la multitud de rostros de sobra conocidos, había uno distinto al resto que destacaba sobre los demás. Se trataba de un hombre que debía rondar la cuarentena. Unas hebras de cabello cano despuntaban en sus sienes, y sus ojos, que apenas pudo vislumbrar un instante, tenían el color de las avellanas maduras y se encontraban velados por una inmensa tristeza. Estaba concentrado en un libro de bolsillo, forrado con papel de estraza, y apenas levantaba la vista unos segundos cada vez que el metro se detenía para comprobar el nombre de la estación.
Vestía un cuidado traje azul marino con camisa blanca. Su corbata, aparentemente de seda, mostraba todas las tonalidades que adquiere el mar en un día de tormenta. Los zapatos italianos de cordones lucían impecables y brillantes, como si hubieran sido lustrados por el mejor limpiabotas del mundo.
No hablaba con nadie. No miraba a nadie. Se limitaba a fijar la vista en su pequeño libro sin percatarse del gentío que le rodeaba. Las escasas veces que alzó la cabeza, sus ojos únicamente se detenían en el cartel del andén. Pero algo dentro de él estaba roto, porque aquella mirada estaba apagada, sin chispa, como si hubiera perdido la ilusión de vivir en alguna de las estaciones de la vieja línea cinco.