
Dorila levantó con sus viejas manos la estatuilla del amasijo de trapos del hatillo en el que venía envuelta, se acercó despacio a uno de los candelabros de las paredes laterales y la levantó, para contemplarla con absoluta devoción.
-Si no fueras tan malvada, no tendríamos motivos para esconderte. Pero debajo de esa belleza, y entre tus habilidades, ocultas el poder de crear el caos y la confusión a tu alrededor. Estarás mejor a buen recaudo. Yo seré tu guardiana. El día que muera, la pequeña Leena sabrá qué hacer contigo. Me encargaré de instruirla al respecto. En un futuro no muy lejano, ella será tu nueva protectora.
Sin tomarse la molestia de ocultar la admiración que le producía tener en sus manos el talismán de Eris, diosa de la discordia, bajó la figura, la acunó entre sus brazos y, tras sortear al animal que reposaba en la arcada, se perdió en la oscuridad del pasillo hacia el fondo de la vivienda.
El dormitorio estaba igual de oscuro que el resto de la casa, tenuemente iluminado por viejos candelabros recuerdo de siglos pasados, de vidas pasadas, de tiempos mejores. Una anticuada cama con baldaquín presidía la triste habitación. Los pilares de madera sobre los que se sostenía, mostraban los restos deteriorados y carcomidos de lo que, en su día, fue un laborioso tallado de hojas de acanto y frutos silvestres.
La cómoda estaba ajada por el paso de los años, y los cinco cajones deformes, combados por la humedad y el paso del tiempo, se resistían a abrirse con facilidad. Dorila depositó a Eris con sumo cuidado sobre la cama, agarró el tirador de cobre de la cajonera central y, con mucho esfuerzo, consiguió sacarlo casi del todo. Palpó la parte inferior hasta que encontró lo que buscaba: una pequeña llave oxidada de hierro adherida al fondo. Extrajo la pieza metálica y retornó el cajón a su posición inicial.
Con la llave en una mano y la estatuilla en la otra, se acercó al tapiz apolillado que se encontraba al lado de la cama, lo retiró, y al hacerlo descubrió una pequeña puerta con una cerradura casi imperceptible, en la que introdujo la llave. Tras dos vueltas completas, la portilla cedió. Al abrirla, un fuerte olor a moho y humedad salió de aquel agujero negro, como si se tratase de la entrada del Averno, lo que hizo que Dorila arrugase la nariz, retirando por unos segundos la cabeza para tomar aire puro antes de continuar su camino.
Prendió una antorcha y, con ella en la mano, se adentró por aquel pasillo oscuro, para descender poco a poco los cochambrosos escalones labrados en la roca hasta llegar al final de la gruta, donde una urna de plata, forrada en su interior con terciopelo rojo, descansaba en un pilar situado en el corazón de la sala.
-Ahora a dormir, pequeña –susurró mientras introducía la estatuilla dentro de la caja-. Pronto llegará tu momento. Hasta entonces, aquí estarás segura, y nosotros a salvo de tus malas artes.
Cerró la caja y, lanzando un suspiro de alivio, regresó sobre sus pasos hasta llegar de nuevo al dormitorio, donde cerró la puerta secreta y depositó la llave en su sitio. El lebrel, que en ese instante se encontraba a los pies de la cama, tendido cuan largo era sobre la desgastada alfombra, levantó la cabeza y llevó su vista hacia la anciana, que le miró con ternura, para dirigirse directamente a él.
-Bien, Cronos. Ahora tengo que instruir a Leena para que aprenda a seguir su instinto y aprovechar sus dones. Cuando haya terminado de educarla, por fin podré marcharme. Mis huesos están cansados. Han sido casi cuatrocientos años esperando a la persona adecuada, pero ahora Leena me sucederá. Recuerda cuidar de ella como has cuidado de mi todo este tiempo.
Tras decir esto, se echó en la cama sin siquiera quitarse la ropa, para quedarse dormida enseguida.